Venezuela: el estado de excepción eterno

El estado de excepción, dentro de la teoría política, es un momento en el que las garantías del Estado de derecho se suspenden en aras de sostener un bien superior, como la seguridad colectiva o el orden público, y así sortear el conflicto transitorio que se padece.

Por Washington Abdala en Infobae

El estado de excepción implica que aquello que se está viviendo se encuentra fuera de la norma jurídica habitual y que sólo por medio de un espacio en el tiempo, legítimo, legal y excepcional pero acotado, se puede restringir la libertad y así considerar que esa circunstancia no es un quebrantamiento institucional, o sea, un golpe de Estado.

Cuando Adolf Hitler asumió el poder (de manera democrática), en 1933, inmediatamente utilizó como excusa el incendio del Reichstag para impulsar un decreto —que regiría doce años— por el que se restringían las libertades y se diseñaba un nuevo orden institucional totalitario. Repito: doce años. Eso ya no fue un estado de excepción, sino la regla en la que se pasó a vivir. De acotado no tuvo nada, por eso son tan peligrosos estos institutos excepcionales en el derecho y en la praxis de este. La historia nos lo recuerda bien.

El presidente Nicolás Maduro, en Venezuela, aprobó hace unos meses otro decreto de estado de excepción y emergencia económica que le permite usar el poder suficiente —emanado de ese decreto— para derrocar la guerra económica, estabilizar socialmente a su nación y enfrentar todas las amenazas nacionales e internacionales que hay contra su país. El tiempo transcurre y lo transitorio se transforma en permanente.

Si no fuera porque uno sabe cómo terminó la demencia nazi, se podría afirmar que el grado de alienación en el poder de Maduro no es demasiado diferente al de Hitler, que consideraba que podía expandirse por Europa y dominar el mundo. Claro, Maduro es sólo un cleptócrata latinoamericano hijo de un modelo populista fracasado, basado en un sistema distributivo de renta petrolera con el que el país ha sido saqueado en cifras inimaginables. Lamentablemente, es muy poco lo que se puede hacer para ayudar a esa nación a la deriva, que inevitablemente pendulará hacia la alternancia democrática algún día. ¿De qué forma? Aún no lo sabemos, pero todos tememos por un río de sangre atentos al histórico Caracazo que nos trae dolorosos recuerdos.

¿Cuál es la razón por la que se puede hacer tan poco por Venezuela? La primera es que el liderazgo norteamericano en la región no es tan relevante como algunos argumentan. Todos respetan a Estados Unidos, pero deberían saber que esa nación, en materia de impulso democrático, no siempre tiene la habilidad, los negociadores y el talento para moverse en las tinieblas latinoamericanas y centroamericanas. En las oportunidades en que Estados Unidos ha intervenido para ordenar la cancha, su papel ha sido más cuestionable que reconfortante. O sea, las acciones de Estados Unidos en el área, en las últimas décadas, no están beatificadas para “colaborar” al grito desesperado de los pueblos, y sus portavoces no siempre “verbalizan” el relato adecuado. Más bien el recuerdo que queda de su pasaje es un accionar cuestionable en el apoyo a las dictaduras militares. Recién en los procesos de las redemocratizaciones latinoamericanas se dieron nuevas cartas. Se está en ese tiempo. La confianza aún no está recuperada del todo, pero el viaje comenzó y no se le puede negar al presidente Barack Obama haber puesto mojones históricos. Con Cuba es notorio que se apuntó un gol de media cancha.

Los países limítrofes, por su parte, ni se quieren arrimar al problema, porque todos tienen asuntos pendientes con Venezuela, y nadie quiere fugas masivas a su territorio, por eso más de uno mira el foco ígneo venezolano y no abre la boca. El propio Mercosur no asume un relato comprometido y maneja el discurso rebajando la velocidad en las curvas peligrosas. El presidente Mauricio Macri es quien expresa mejor algunas libertades al respecto, pero su canciller lo traduce en un discurso diplomático profesional para así amortiguar el daño retórico. Y algunas palabras de furia de Paraguay surgen de vez en cuando, puesto que quedó dolido por facturas del pasado dentro del Mercosur. Pero no mucho más.

Recién el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA) es quien se despacha ante la evidencia de la Venezuela violenta. Muchos le reprochan a Luis Almagro que tuvo un cambio de actitud y traicionó la causa con su talante actual. Póngase, usted, lector, en los pantalones del secretario general de la OEA y asuma que tiene que optar entre: ambientar que el pueblo venezolano se expida libremente por medio de un revocatorio o aplaudir a Maduro y permitir que se le cercene ese derecho al cuerpo electoral. ¿Qué haría, usted? ¿Cómo dormiría el resto de sus días si con su comportamiento avalara una decisión no democrática y autoritaria? Es que Almagro, al final, no tenía opciones. En el camino de todo demócrata enfrentado a su propio espejo no hay más remedio que decir la verdad. Y eso fue lo que pasó en la OEA. Algo que, por cierto, no venía sucediendo hace mucho tiempo en ese organismo internacional. Nada mal, de hecho.

Lo dramático es que aquello que sucede con Venezuela, en lo micro, sucede en buena parte de la región: por alguna razón, nos vamos acostumbrando a vivir dentro de estados de excepción para muchísimos asuntos cotidianos, lo que hace imposible conjugar el verbo democrático de manera real. Y ese es el único desafío verdadero que tenemos por delante, construir institucionalidad que nos permita transitar de una opción electoral a la otra sin estremecimientos furiosos y con la garantía de la justicia operando de manera cierta y no al ritmo del poder de turno.

De lo contrario, lo nuestro será una aventura que le irá bien o mal al líder circunstancial del momento. Una insensatez absoluta.

@turkabdala

El autor es un abogado, escritor y ex diputado uruguayo.

Publicado originalmente en Infobae