Thabata Molina: Venezuela está que estalla, pero hay algo que no termina de pasar

Todos los días hay malas noticias, saqueos, manifestaciones, gente pasando hambre y necesidades, pero todavía el miedo tiene el control sobre la población.

Todo el mudo sabe que en Venezuela la única solución para evitar más conflicto es que haya un cambio de Gobierno. Que a la gente se le permita expresar, a través del voto, la frustración de verse atrapada en un país sumido en la miseria, acabado por la corrupción de un grupo político que durante 17 años destruyó toda referencia de felicidad posible para los venezolanos.

Desaprendimos lo que significa ser libres. Nos acostumbramos al miedo, a callar las ganas de defender nuestros derechos y a ser simplemente los testigos de la destrucción, a ver con asombro el cinismo de aquellos que pregonan una igualdad que se diluye entre sus derroches de lujos exclusivos para los suyos.

¿Hace cuánto tiempo que Venezuela no tiene buenas noticias? No lo recuerdo. Desde que amanece hasta que se acaba el día vivimos con el susto en la boca, porque literalmente, cualquier cosa puede pasar. Vivimos días de angustia por no saber si nuestras familias tienen comida o por si algún conocido necesita con urgencia un medicamento.

Todo el mundo habla de un posible estallido social, porque en la memoria tenemos grabado lo que sucedió en 1989, cuando la gente se volcó a las calles por una crisis que ni de cerca se parecía a la que padecemos hoy en día. El detalle es que ese estallido es diario, graneado, disperso. En cada rincón de Venezuela todos los días hay gente que sale a manifestar, hay saqueos, hay trancas, pero se diluyen entre las preocupaciones individuales, porque cada familia tiene su propio viacrucis.

El venezolano es preso del miedo, pero ¿cómo no sentirlo cuando se ven las imágenes de los miserables policías y militares reprimiendo con toda su fuerza a la gente que sale a la calle a pedir que los dejen expresarse electoralmente, como lo consagra la Constitución?

El Gobierno obvia que quienes están en la calle, pidiendo un cambio, no son precisamente los miembros de la “oligarquía”, sino el pueblo que durante muchos años apoyó los desaciertos que desde el poder promovía Hugo Chávez.

Tengo colegas que relatan cada día que han dejado de mandar a sus hijos al colegio porque no tienen qué darle para desayunar; tengo familiares que esperan por medicamentos que en el país no hay; tengo amigos en otros países que no saben cuándo podrán ver de nuevo a sus familiares que aún están presos en Venezuela; conozco gente a la que, después de 30 años de ejercicio profesional, su sueldo no le alcanza ni siquiera para cubrir gastos básicos de su casa; leo relatos de amigos que deben remendar sus prendas íntimas de vestir, porque comprar un simple interior les desajusta el presupuesto de la comida.

Veo por televisión como Nicolás Maduro se burla de la gente, inventando enemigos que no existen, mientras tengo compañeros que pasan hasta 12 horas sin luz; veo a los ministros del chavismo hablar de planes a futuro, como si hubiesen llegado ayer al poder; veo como la gente se humilla en colas para que al final le digan que no alcanzó la comida, todos en silencio, aguantando hasta que la paciencia dé.

Hace mucho tiempo que las noticias de sucesos dejaron de ser importantes para la gente. La muerte en Venezuela se volvió algo cotidiano. Existen dos países: uno del que habla el Gobierno todos los días, donde todo lo que sucede es culpa de los demás, pero jamás de ellos; y otro que se sufre en la calle, con las interminables colas, los reclamos silentes, la resignación de muchos y las preocupaciones del resto.

Vivo en otro país, pero padezco cada angustia por Venezuela, porque allá está toda mi familia y muchos de mis afectos. Sueño con el día en que me despierten con la ansiada noticia de que la pesadilla acabó, que el chavismo fue arrasado y que el poder está en manos de alguien capaz de gerenciar una nación acabada política, social y moralmente.

No quiero seguir leyendo relatos de zozobra, de cómo mi gente padece cada atropello en la calle, en las colas, en la cotidianidad de sus vidas. No quiero vivir angustiada al saber que mi hermana adolescente está en la universidad o mi papá está en su trabajo, porque en cualquier momento puede pasar algo.

Quiero un país donde se pueda tener esperanzas y donde las preocupaciones más grandes sean saber cuántos días al año hará calor, no una nación donde falta la luz, el agua, la comida, las medicinas, la dignidad y que entre sus récords más deshonrosos tiene la inflación más alta del planeta, cinco de las 50 ciudades más violentas del mundo, la corrupción más grande de la Tierra y la mayor cantidad de enemigos inexistentes.

Algo tiene que pasar, y pasará. Pero me aterra pensar en la posibilidad de que ganen la represión y el miedo, y que antes de que todo acabe, pasen otros 17 años o más. No me llamen exagerada, porque hace cinco años yo hablaba de que llegaríamos al punto de rogar por un desodorante, y como siempre, no faltaba el que dijera “no vale, yo no creo”. Ese presagio ahora es una realidad. Pero no es sólo el desodorante, es cualquier producto básico, es todo.

Tenemos un país donde el Gobierno controla todo, donde las libertades más básicas han sido anuladas, donde una cúpula decide qué, cómo y cuándo se debe apoyar, decir, comer y hasta pensar. Donde ser disidente es sinónimo de delincuente, según el Gobierno; donde cuatro de los cinco poderes obedecen ciegamente a quienes mandan y se desconoce sin pudor la voluntad de los votantes.

En este punto de la crisis se hace imperativo salir de Nicolás Maduro por la vía que sea. La oposición intenta que sea por la vía electoral, porque nadie quiere más violencia de la que ya tenemos. Sin embargo el Gobierno sigue jugándose todos los números para que la población estalle y se vuelque a las calles hasta que haya un cambio. Esa sería su salida perfecta, porque es la única manera de quedar ante el mundo entero como la víctima que no es.

Esto se tiene que acabar. La pregunta es ¿cuándo? Espero que el final no sea como lo pintó un colega Edgar Alfonzo Sierra hace días en Facebook, quien se preguntaba: “¿Será que después de tanta vaina todo terminará con Gaultier en Los Próceres?
Es una desgracia que parece no tener fin…

@Thabatica
Thabata Molina