Jaime Bayly: Los seis viejitos que gobiernan el mundo

Jaime-Bayly

Quien tomó la palabra y pugnó por no compartirla fue el cumpleañero matusalén. Era su día, se sentía importante, festejado, y tenía mucho de qué hablar. Habló, por supuesto, de política, así comienza Jaime Bayly su articulo de opinión.

Tengo una curiosa debilidad por los viejitos, por la gente mayor. Parece ser que algunos viejitos también tienen una cierta simpatía por mí, o por mi programa de televisión.

Es muy frecuente que una mujer joven me diga: mi mamá no se pierde tu programa, o mi abuelita no se pierde tu programa. No recuerdo a una señora mayor diciéndome: mi nieta no se pierde tu programa.

La gente que viene al estudio cada noche, a ver mi programa en vivo, a retratarse conmigo, a darme bendiciones y expresarme gratitudes, es, en promedio, más bien mayor. También vienen algunos jóvenes, pero los viejitos son franca mayoría. Debería escribir: somos mayoría, porque hace poco he cumplido cincuenta y cuatro años, y ya me siento un veterano, pues comencé en la televisión a los dieciocho.

Por lo demás, tal como ha cambiado el mundo, esto de ver televisión abierta, a tal hora, en tal canal, viene siendo ya un asunto de viejitos renuentes a la tecnología, pues los jóvenes, como mis hijas, a menudo pasan por completo de la televisión abierta y sus canales clásicos.

Cada noche vienen al estudio unas cuarenta o cincuenta personas. Hay noches lánguidas, despobladas, en que a duras penas vienen veinte, y hay noches volcánicas en que se agolpan ochenta almas y el estudio se desborda de entusiasmo. Depende de cuán mal le vaya al mundo: si le va fatal, se presenta más gente; si no hay grandes desgracias, acude menos gente.

Hay un puñado de personas que, llueve o truene, asisten cada noche, sin falta. Son todos viejitos encantadores, entrañables. Yo les digo en tono jocoso los accionistas del canal, los miembros del directorio, y ellos celebran la broma, se sienten halagados. Viene una pareja de cubanos muy risueños e ilustrados, que con frecuencia me regalan libros y películas. Viene una pareja de viejitos muy fogosos para hablar de política, él fue preso político. Vienen dos señoras muy amorosas, que traen regalos para mi hija menor. Viene una señora colombiana que me recuerda a mi abuela. Viene un viejito algo subido de peso, tierno, bonachón, que solo ve con un ojo y vive con su mamá, casi centenaria. Viene otro viejito que se casó cinco veces, fue rico, pero quedó arruinado, después de tantos divorcios.

La semana pasada, uno de esos viejitos, el donjuán, cumplió años, noventa y dos años, nada menos. Le pregunté qué haría por su cumpleaños, cómo festejaría semejante hito. Me dijo con gesto melancólico que no tenía planes. Lo invité a mi casa. Se sorprendió, me agradeció, se ilusionó. De paso, invité a mi casa a todos los demás viejitos infaltables en el estudio. Aquella noche, en la cama, se lo conté a mi mujer. Vienen todos los viejitos el sábado por la tarde, le dije. Ella se enojó conmigo. Debiste consultarme, me dijo. No es plan para mí, añadió. Te entiendo, le dije. Pero no tienes que estar con nosotros, añadí. Te vas a la playa y me dejas solo con los viejitos, sugerí. Cuántos viejitos van a venir, me preguntó. No lo sé, respondí. Calculo que entre seis y ocho, dije, pero el cumpleañero y su novia vendrán seguro, él cumple noventa y dos años. Luego pregunté: ¿Tendremos una vela del número 9 y otra del número 2? Mi mujer me miró con estupor y respondió: Tenemos un 5 y un 4, las que pusimos en tu último cumpleaños. Les diré que hay que sumarlas, dije, sólo nos falta el 2.

Al final vinieron seis viejitos bien acicalados y emperifollados, oliendo a perfumes nobles, el sábado por la tarde. Todos llegaron sin sobresaltos, por suerte no se perdieron, era la primera vez que venían a mi casa. Mi mujer se puso una minifalda muy sexy. Los vas a matar de un infarto, le dije. Yo había comprado tostados de miga, croissants de jamón y queso, y lasaña de carne en una tiendita de la isla.

Los viejitos llegaron todos a la vez, en tres autos vetustos. Vinieron en caravana para no extraviarse. El cumpleañero senil, que se casó y divorció cinco veces, que alguna vez fue rico, me presentó a su novia veinte años menor, en sus setentas, muy distinguida, con sombrero de ala ancha. Les ofrecimos vino, champagne o agua mineral. El rey de la fiesta pidió vodka para irrigar bien sus noventa y dos recién cumplidos. No tenemos vodka, le dijo mi mujer. Entonces sírveme un whisky, pidió él. Nunca se habían pronunciado esas palabras en nuestra casa: entonces sírveme un whisky. Mi esposa fue a servirle el whisky. También llegaron los viejitos ilustrados, risueños, siempre sonrientes, de buen humor, y la pareja de viejitos fogosos para hablar de política. Mi mujer me dijo que no se sentaría a la mesa con nosotros. Iba y venía con los tragos y la comida. Todos los viejitos la mirábamos, embelesados. En medio de tantos veteranos ajados, su insolente belleza resplandecía.

Quien tomó la palabra y pugnó por no compartirla fue el cumpleañero matusalén. Era su día, se sentía importante, festejado, y tenía mucho de qué hablar. Habló, por supuesto, de política. Hablamos de política con una pasión insana, no se habló de otra cosa que no fueran la política y sus ramificaciones policiales. Mi mujer venía, servía más vino, más champagne, dejaba tostados crocantes, croissants espléndidos y desaparecía, espantada, como huyendo de un naufragio. El perrito comía todo lo que caía a sus pies, y yo me ocupaba de que le llovieran las cosas más ricas. Entretanto, el cumpleañero provecto no parecía dispuesto a compartir el uso de la palabra y gobernaba el mundo con mano férrea: invadía Cuba, invadía Venezuela, invadía Nicaragua, envenenaba dictadores, ajusticiaba tiranos, ahorcaba sátrapas, regresaba imaginariamente a la isla de la que escapó hace décadas, para no más volver. Y todos en la mesa, ya levemente alicorados, chispeantes, lo acompañábamos en sus invasiones militares, nos descolgábamos en paracaídas imaginarios con él, vertíamos sigilosamente gotas de plutonio en el café del dictador. Fueron cuatro horas gloriosas, memorables, en las que un puñado de viejitos sin patria ni futuro, no muy lejos del fin, derrotamos a todos nuestros enemigos políticos y regresamos a nuestros países a tomar el poder, aclamados por las multitudes.

Hasta que empezó a llover torrencialmente, de súbito, sin previo aviso, y fue el fin del mundo, o casi.

Porque la lluvia fue tan violenta y copiosa que no nos dio tiempo de guarecernos y nos bañó por completo. Mientras nos poníamos de pie con decrépita lentitud, y los más añosos buscaban sus bastones, sus andadores, y las señoras veían con estupor cómo la lluvia les despintaba el pelo y les corría el maquillaje, esa ducha virulenta e inopinada vino a recordarnos que tal vez debíamos estar todos en un asilo geriátrico, comiendo papilla, y no conspirando de forma vocinglera. De pronto nuestro heroísmo cívico y nuestro fuego libertario se vieron bastante menoscabados por aquella lluvia impertinente que nos dejó a todos como gallos mojados y gallinas empapadas.

Mojados hasta los huesos, diezmados por la lluvia, aguadas la tinta del cabello y la base del maquillaje, con aspecto de náufragos o prófugos o fantasmas inmortales, los viejitos pasamos a la casa, nos protegimos del aguacero y nos sentamos en la sala.

Entonces comenzó el festival de toses. Todo el mundo tosía, mientras el cumpleañero nonagenario gritaba cosas políticas inflamadas y proponía hacer una colecta allí mismo para comprar drones y matar por fin al dictador. Entre toses, carrasperas, achaques, convulsiones y estornudos, la tertulia prosiguió, aunque ya mi mujer no aparecía, y mi hija menor tampoco, y la empleada, menos que menos, pues todas ellas se refugiaron en el segundo piso, tan pronto como los viejitos momios invadimos el primero.

En algún momento alguien me preguntó cuál era la situación política en mi país de origen, y entonces empecé a hablar caudalosa y apasionadamente: por fin era mi momento para hablar, para contarles que yo pude ser presidente, para impresionarlos con mis ideas libertarias, pero, hablando todo fogoso como me encontraba, tal vez azuzado por las bebidas espirituosas, noté que un viejito se había quedado dormido, otro miraba su celular y una viejita leía una hoja parroquial. Le pregunté a la viejita si era religiosa. Me dijo que sí, de misa diaria. Su esposo, todavía húmedo por la lluvia, me dijo que ellos rezaban todos los días por mí. Me conmovieron. El viejito que dormía a pierna suelta empezó a roncar. Nadie quiso despertarlo.

Más tarde, ya de noche, decidimos levantar el campamento. Le había prometido a mi mujer que iríamos al cine, pero ya era muy tarde, la función había comenzado. Al salir, mi mujer bajó y se despidió amorosamente de todos. Yo llevé a las señoras del brazo, no fuesen a resbalarse. Al darnos un abrazo, le pregunté al cumpleañero, noventa y dos años bien llevados, qué planes tenía para seguir disfrutando de la vida. Voy a sacarle plata a la compañía de seguros, me dijo. No le entendí.

Pero, al salir manejando, retrocedió su auto de un modo imprudente y lo estrelló contra un árbol. Me acerqué, preocupado. Le pregunté si estaba bien. Perfecto, me dijo, mejor que nunca. Diré que me chocaron por atrás y se fugaron, añadió. Tengo el cuello muy adolorido, el seguro me tendrá que pagar treinta mil dólares, dijo, risueño, y soltó una carcajada.