Jaime Bayly: Epifanías quemantes

Jaime-Bayly

Los recuerdos torturados que dieron origen a «No se lo digas a nadie» fueron los siguientes: un padre machista lleva a su hijo delicado a un burdel en los arrabales de la ciudad, y el hijo fracasa ante la prostituta, no consigue una erección, y le ruega a la mujer que le guarde el secreto, así comienza Jaime Bayly su artículo de opinión

Todas mis novelas, todas sin excepción, y ya son quince, cifra que parece una desmesura, se han inspirado en hechos de mi propia vida, lo que, por supuesto, no supone que cuenten fielmente mi vida, sino que, a partir de ella, de dos o tres imágenes chispeantes que sirven como fogonazos o gatillazos, empieza a urdirse una trama más o menos ficticia, bastante mentirosa, harto exagerada, que termina alejándose de mi propia vida.

Pero el principio, la foto inicial, la escena fundacional, remite siempre a mi biografía, y no a los recuerdos felices, placenteros, sino a los traumas, las heridas, las derrotas y los fracasos, a todo lo que salió mal, condenadamente mal.

Los recuerdos torturados que dieron origen a “No se lo digas a nadie” fueron los siguientes: un padre machista lleva a su hijo delicado a un burdel en los arrabales de la ciudad, y el hijo fracasa ante la prostituta, no consigue una erección, y le ruega a la mujer que le guarde el secreto; el padre machista, coleccionista de armas, cazador de animales, lleva a su hijo de cacería, montando a lomo de mula, y cuando un venado se pone a tiro, el padre conmina a su hijo a dispararle, pero el hijo no es capaz de disparar, no puede matar al venado; el padre reta a su hijo a una pelea con guantes de box y le da una paliza; el padre atropella a un hombre del pueblo, no se detiene a auxiliarlo y dice cosas racistas; el hijo delicado sale con unos amigos y ellos están borrachos y terminan persiguiendo a unos travestis en un parque de noche, insultándolos, pegándoles, y el hijo siente asco de sí mismo por no repudiar lo que hacen sus amigos.

“Fue ayer y no me acuerdo” se originó en estas remembranzas o evocaciones: un joven bisexual, adicto a la cocaína, llama por teléfono a su padre, de madrugada, incapaz de dormir, tenso por la cocaína, y le dice que se va a matar esa noche, y el padre le dice que por favor no llame a esas horas inoportunas y le cuelga el teléfono; el joven intenta suicidarse tragando pastillas para dormir, pero despierta en casa de un amigo, que lo ha rescatado; el joven bisexual, cocainómano, se enamora de un amigo, pero este lo rechaza, lo humilla; el joven aspira tanta cocaína que pasa noches enteras sin dormir y en una fiesta pinta en la pared “fue ayer y no me acuerdo”; la novia del joven es raptada y violada; el joven sale a buscar cocaína en pleno toque de queda, de madrugada, agitando un calzoncillo como bandera blanca.

“Los últimos días de La Prensa”, que recupera los años en que fui reportero y columnista, se encendió de unas brasas ardientes que se negaban a apagarse: un joven e imberbe reportero vive en casa de sus abuelos; el abuelo fue un hacendado próspero al que un dictador de izquierdas le confiscó sus tierras, sumiéndolo en la ruina y el rencor; el abuelo manda cartas atrabiliarias, traspasadas de dolor, al director del periódico donde trabaja su nieto, exigiendo que le devuelvan sus tierras; el director publica las cartas del abuelo; el joven reportero conoce los vicios, las mañas, los excesos de la redacción de un periódico; el jefe del joven reportero es un anticomunista visceral que arroja por el balcón a un cronista policial sospechoso de comunista; la secretaria del director, su cuñada, es deseada lujuriosamente por media redacción, y usa la caja chica para beneficiar a sus amantes; la jefa de la página astrológica se vuelve loca y camina a cuatro patas, maullando como gata en celo; el abuelo se presenta un día en el periódico y confronta a voz en cuello al director; el abuelo termina apedreando una parroquia, harto de que el cardenal defienda la reforma agraria que le robó sus tierras.

“La noche es virgen” partió de una noche sicalíptica: un joven famoso porque sale en la televisión va a un concierto en una discoteca de chicos bien, se enamora del cantante que lleva un pantalón de cuero y tiene un aire a Mick Jagger, terminan tomando cocaína y haciendo el amor en el apartamento deshabitado, recién comprado, apenas con alfombras, del joven seducido por el rockero; luego el joven se enamora de la hermana del rockero; el joven invita al rockero a su programa de televisión, lo entrevista y el rockero canta; el joven famoso se sorprende al derramar unas lágrimas porque el rockero lo deja para estar con una chica.

Los primeros destellos o reverberaciones que iluminaron “Yo amo a mi mami” fueron estos: un niño, que vive en una mansión y está prohibido de entrar en los cuartos del servicio doméstico, rompe la prohibición, ingresa en los cuartos y descubre todo un mundo secreto que desea conocer, el mundo de su nana, su cocinera, el jardinero, el chofer, a quienes quiere tanto o más que a su propia familia biológica; el niño principito se enamora de una niña pecosa, dándose volatines en el jardín, y osa darle un beso; el niño tiene un tío gay y un tío comunista, hermanos de su madre, que están prohibidos de visitar su casa, porque su padre es machista y anticomunista; la niña pecosa se muda con sus padres al extranjero y el niño y su madre van al aeropuerto a despedirlos, sollozando; el niño devoto, que reza con su madre, sueña con ir a Disney, y al final el sueño se le va a cumplir, pero en circunstancias aciagas, porque una empleada que era como su madre fallece y él se siente huérfano, desolado; el tío comunista vive en la clandestinidad y un día llega con peluca de mujer a una celebración navideña.

“Los amigos que perdí” se me apareció de noche como una sucesión de cartas melancólicas: un hombre que tiene éxito en la televisión y vive en un caserón con piscina, en medio de una isla de ricos, está solo, se siente solo, y, contemplando la piscina, quiere recuperar a sus mejores amigos, pero ya no es posible, es tarde, ellos se han alejado, se sienten traicionados, porque el hombre ha publicado libros vampirizándolos, convirtiéndolos en personajes literarios, y ellos no quieren saber más de él, y por eso él les escribe para recuperarlos como amigos en el territorio de la imaginación. Esa es la imagen capital: un hombre solo, mirando su piscina, preguntándose por qué perdió a todos sus mejores amigos.

Un día me encontraba a solas en mi casa en la isla cuando sonó el teléfono. Era mi esposa, lejos, en Lima. Me había llamado media hora antes, y ahora se le había activado accidentalmente el celular. Ella no sabía que yo estaba oyéndola. Estaba en un auto, a su lado se hallaba mi hermano. Eran íntimos amigos, salían retratados en las revistas, trabajaban juntos. Los escuché hablar sin que ellos supieran que estaba oyéndolos. Fue tremendo. En ese momento comprendí que debía escribir “La mujer de mi hermano”. Yo sería el esposo apático que no se folla a su mujer. Mi hermano sería el amante brioso que se acuesta con ella para salvar el honor de la familia. De no haber sonado el teléfono, no existiría aquella novela.

“El huracán lleva tu nombre”, el más bonito de mis títulos, se fundó en tres circunstancias inolvidables: un hombre y su novia están en un apartamento al pie del mar, y se anuncia el paso de un huracán, y se niegan a evacuar el lugar, deciden quedarse, vivir el huracán, que hace estropicios y los obliga a mudarse a Washington, manejando un camión alquilado; en Washington la mujer queda embarazada, y él le pide que aborte, y van una mañana a abortar, y unos manifestantes los insultan al entrar en la clínica, y ella se va con el médico y sale minutos después, sollozando, y dice que no pudo abortar; la mujer da a luz, y su novio está allí, a su lado, confortándola, aunque sueña con irse a vivir solo, lejos, una vida de escritor.

Lo que me precipitó a escribir “Y de repente, un ángel”, viviendo en Buenos Aires, fue la noticia de que mi padre estaba enfermo de cáncer, muriéndose, y yo no sabía si viajar para despedirme de él; y los relatos de la nana de mis hijas, una mujer buena, noble, tierna, que me contó que su madre, por pobre, no por mala, la vendió cuando ella era niña a la familia de un coronel, y nunca más vio a su madre. Me dije: la nana tiene que encontrar a su madre y yo tengo que despedirme de mi padre, pero como no podía hacer esas dos cosas, decidí escribirlas, fabularlas.

“El canalla sentimental” es una novela que se escribió semana a semana, por entregas, y fue publicada en algunos diarios de América, y luego reunida en un libro. La escena que más recuerdo es ésta: un escritor vive en Buenos Aires, no confía en los bancos, ahorra sus dólares escondiéndolos en calcetines gruesos, polares, un día lleva su ropa sucia al lavadero del barrio y olvida sacar los dólares, que desaparecen, y él no sabe si los lavaron junto con sus medias, o si el empleado del lavadero se los robó, hasta que va a hallarlos en el lugar menos pensado.

Un hombre se vuelve hippie, enciende una fogata, quema sus documentos de identidad, regala su auto a su mejor amigo, abandona a su mujer y sus hijos y se va a vivir a las montañas como un anacoreta; entretanto un hombre cojo, pistolero, persigue en moto al autobús escolar lleno de chicas lindas, y el cojo se cae de la moto, y una chica linda baja a socorrerlo: esas dos epifanías quemantes como llamaradas dieron lugar a “El cojo y el loco”.

Luego escribí una trilogía ambientada en Lima, Santiago y Buenos Aires, “Morirás mañana”, en la que un escritor, víctima de una enfermedad terminal, va matando gozosamente a sus enemigos, casi todos escritores o editores o críticos literarios; una novela, “La lluvia del tiempo”, sobre un candidato presidencial que niega a su hija biológica y, sin embargo, gana las elecciones, chantajeando al periodista que defiende a la niña; y una novela muy personal, muy triste, “El niño terrible y la escritora maldita”, contando los días en que era feliz con una mujer de la que me había enamorado y, al mismo tiempo, infeliz porque mis hijas no querían verme, guerra fría que duró tres años.

Sobre el amigo “Pecho Frío” y sus peripecias, tribulaciones y desventuras, solo diré que todo se originó hace años, en Barcelona, cuando me llevaron a un programa carnavalesco de televisión a medianoche, y uno de sus animadores me dio un beso en la boca, beso que supe corresponder. Ese beso tuvo unos efectos sísmicos en mi vida familiar y profesional, y desde entonces malicié la idea de escribir “Pecho Frío”.