Carlos Dorado: ¡Me quiero ir, pero no puedo!

¡Hay momentos en los que hay que ser muy valientes para emigrar, y muy valientes para quedarse!

El otro día hablando con un amigo, me comentaba que se quería ir del país, porque tiene dos hijos pequeños, y piensa que puede darles un futuro mejor en otro país que no sea el nuestro. Le pregunté que cuáles eran los motivos que se lo impedían, y me dijo: «mis padres y mi suegra, ya que son personas mayores, que por supuesto no quieren irse del país, y no podemos dejarlos solos, y por encima llevarnos a sus nietos, que son su mayor alegría. ¡Me quiero ir, pero no puedo! ¿Qué me aconsejas, Carlos?».

¿Irse o quedarse? ¿Querer o poder? Son muchas las preguntas que asaltan a una persona cuando comienza a pensar en dejar su país e iniciar una nueva vida en otro lugar; generalmente con diferentes costumbres, y lejos de su tierra y de su familia. La decisión siempre se vuelve muy difícil, y generalmente cambia varias veces en el transcurso de la indecisión.

¿Ser venezolanos o ser emigrantes? Esta pregunta, se las hice en muchas oportunidades a mis padres: «¿Si pudiesen retroceder el tiempo, volverían a dejar España para emigrar a Venezuela?» La respuesta siempre fue la misma: «En nuestro caso sí, por ti y por tu futuro. Pero sólo si tienes una estrategia a muy largo plazo merece la pena. El costo a pagar es demasiado alto».

¿El costo a pagar es demasiado alto? A mis padres la nostalgia y la tristeza los invadía cuando era de día, cuando era de noche, cuando llovía, y cuando hacía sol, durante la semana, y durante los fines de semana. Era algo así como un telón de fondo en sus vidas, el cual siempre estaba ahí, sin importar desde qué ángulo se le tomase la foto. Era esa nostalgia por una vida que se les había ido, sin saber cuándo, cómo y a dónde; y vivían recordando algo que nunca más iban a volver a vivir.

Era una tristeza incrustada en ellos, al haber decidido entre dos caminos, y donde siempre les quedó la nostalgia por el que no eligieron. El pasado para mis padres se convirtió en su opio, ya que no podían continuar viviendo sin tener que apelar todos los días al recuerdo de sus hijos, y de su tierra, para así agarrar fuerzas y poder seguir viviendo.

A mi madre la escuchaba llorar en silencio casi todas las noches. Para ella siempre era temprano para dormirse, y tarde para despertarse. La tristeza sólo se le alejaba cuando dormía, y hasta quizás soñaba que volvía a estar en su tierra, entre los suyos. Ya que, de vez en cuando, se le dibujaba una especie de sonrisa en su cara mientras dormía.

Ella me decía: «Carlos, la pena es como el amor, no puede controlarse, y no hay pena más profunda que los padres que no están con sus hijos, o los hijos con sus padres, sin que los haya separado la muerte».

¡Emigrar es triste!, y esa tristeza la tiene que vivir uno solo, ya que no acepta que se comparta, haciendo una mella mayor aún, en las personas profundas y sensibles. Es incluso más perversa que el dolor, porque éste tiende a irse con el tiempo, mientras la tristeza en muchas ocasiones se acrecienta con el mismo. Mi padre un día me dijo: «Tuvimos que ser muy valientes para tomar esa decisión, pero no sabía que ser valientes salía tan caro».

Creo que mis padres se encerraron en la soledad, hasta convertirla en su compañera inseparable. Sólo les faltaban sus hijos y su tierra, y sin embargo les faltaba todo; porque lo que les faltaba sólo podían soñarlo.

¡Hay momentos de la vida en los que hay que ser muy valientes para emigrar, y muy valientes para quedarse!

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