Alberto Barrera Tyszka: La Hora Cero

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La impaciencia, en política, suele conducir al fracaso. Pero después de 18 años lidiando con un gobierno cuyo principal proyecto es eternizarse en el poder, es casi imposible no desesperarse. La oposición venezolana lleva años en una lucha desequilibrada. Ha sido descalificada y deslegitimada, acosada, perseguida, invisibilizada, prohibida, encarcelada… por el Estado.  Ahora, a pesar de todo esto, la oposición se ha convertido en una alternativa de poder y logró capitalizar el ansia de cambio que vive la mayoría del país.

Lo ocurrido el domingo 16 de julio es un hecho inédito: la oposición organizó al margen, incluso en contra, del Estado y de las instituciones, un espacio para que el pueblo pudiera expresar su voluntad rechazando la propuesta de Nicolás Maduro de elegir una Asamblea Nacional Constituyente para acabar con el actual parlamento y gobernar con amplios poderes. La respuesta popular fue abrumadora. ¿Qué sigue? A veces, en la política y en la vida, lo más difícil es saber administrar la victoria.

En las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, el oficialismo recibió una derrota contundente. Por primera vez, la oposición alcanzaba la mayoría en la Asamblea Nacional. Pero su dirigencia no supo leer bien ese éxito: pensó que se había cerrado un ciclo, subestimó el cinismo de su adversario y sobredimensionó su propio poder. El gobierno sí hizo una lectura correcta de su derrota. Es evidente que, a partir de ese momento, el oficialismo decidió suspender o postergar cualquier tipo de elecciones democráticas en Venezuela. Y de manera inmediata, además, consolidó ilegalmente un Tribunal Supremo de Justicia que les garantizara su lealtad absoluta. Se prepararon para gobernar sin pueblo y sin democracia. Y así lo han hecho.

Hoy Venezuela vive una crisis terminal. Maduro invoca la defensa de la patria y promete endurecer su gobierno, mientras la oposición decreta la hora cero. Ni siquiera las amenazas del presidente Donald Trump son útiles internamente. Pareciera que de aquí al 30 de julio sucederá el apocalipsis. Es un nuevo espejismo. Ninguna magia podrá sacar a Venezuela de su propia complejidad.

“Cuando digo Estado digo pueblo”, afirmó Nicolás Maduro, en una alocución televisada el pasado 18 de julio. Probablemente fue una confesión involuntaria pero delata perfectamente el pensamiento oficial. El pueblo real no existe. El gobierno no ve ni quiere ver a la gente que está en las calles, protestando, sufriendo una inflación del 700 por ciento, padeciendo la falta de servicios, la escasez de productos y de medicinas, tratando de sobrevivir a la inseguridad. La población no es pueblo. El pueblo es el Estado. El pueblo somos nosotros: eso cree el oficialismo.

Mientras hay personas buscando comida en la basura, en Suiza congelan las cuentas bancarias de la suegra de un “dirigente revolucionario”, el exministro Haiman El Troudi. En ellas hay 42 millones de dólares. Esto tampoco lo ve el gobierno de Maduro. No le interesa. No le importa. Parte de su enfrentamiento con la fiscala Luisa Ortega Díaz también tiene que ver con esta situación. Con la posibilidad de que se hagan públicos los turbios negocios de la empresa Odebrecht en Venezuela. El socialismo del siglo XXI es, sobre todo, una gran historia de corrupción.

No se trata de un debate ideológico. La izquierda en Venezuela solo es una ficción discursiva que le ha permitido a un pequeño grupo enriquecerse velozmente y convertirse en la nueva élite que controla el país. La revolución es un pretexto retórico que cada vez tiene menos eficacia. Hablar de los pobres, citar al Che Guevara y denunciar a los gringos, no puede darles permiso para reprimir salvajemente, disparar en contra de manifestantes, detener, torturar y encarcelar sin garantías y sin debido proceso a cualquier ciudadano.

No hay manera de justificar todo esto a cuenta de una supuesta guerra contra el imperio yanqui.  Maduro ha gobernado como un neoliberal y como un dictador militar.

La asamblea constituyente ya es un fracaso político. El propio Maduro ha propuesto la extorsión y el chantaje a los empleados públicos como método de participación electoral. No hay manera de que este proceso sea vivido por el pueblo como algo propio. Si aspiraba a alcanzar alguna legitimidad perdió completamente la apuesta el domingo 16 de julio. Aunque la realicen, y obviamente la ganen, no le dará al gobierno un piso político. El único camino que tiene el oficialismo para permanecer en el poder es el crimen.

La oposición, por su parte, no tiene la posibilidad real de convertirse en un gobierno paralelo y funcional. Tampoco de sostener el conflicto en el terreno de la violencia. Ambos bandos están condenados a dialogar. No hay más remedio. La hora cero es la hora de la negociación.

¿Es posible? A veces pareciera que no. Pero a menos que los militares venezolanos estén dispuestos a perpetrar el asesinato de manera sistemática, como lo hicieron las dictaduras militares en América del Sur durante los años setenta y ochenta del siglo pasado, resulta inevitable. Las fuerzas armadas tienen, en este contexto, un protagonismo y una responsabilidad directas ¿Hasta dónde están dispuestos a acompañar un proyecto que ya no tiene nada de izquierda, ni de revolución, ni de democracia?

El pasado 20 de julio, el general Vladimir Padrino, ministro de Defensa, colgó un video en su cuenta de Twitter. Allí intentó mostrar su pericia en el manejo de armas de fuego y dijo que todo estaba listo para la “fiesta electoral” de la constituyente: “El próximo 30 de junio te esperamos, venezolano, la seguridad está garantizada. ¡Venceremos!”. Mientras esa sea su respuesta a las demandas de la población, no habrá futuro para el país.

En el fondo, Maduro y su gobierno son cada vez más una pantalla para velar al poder militar. Tanto a lo interno como a nivel internacional, tiene que haber una mayor presión sobre los militares. De ellos depende que haya una negociación. Que la hora cero no siga siendo la hora de la violencia y la muerte en Venezuela.