Un pueblo de Francia supera los prejuicios para acoger a 80 solicitantes de asilo

Cuando uno se pasea por sus empinadas calles o a los pies de su castillo medieval, lo último que espera cruzarse es a un eritreo o a un checheno. Y, sin embargo, en Ferrette, un pueblo del este de Francia, los solicitantes de asilo constituyen más del 10% de la población.

Mientras que en toda Europa la cuestión de la acogida de migrantes genera un fuerte debate, a un mes de las elecciones europeas, el alcalde (independiente) de Ferrette, François Cohendet, desea que su presencia «no sea un acontecimiento, sino algo propio en la vida normal del municipio».

Un desafío para este pueblecito de 740 habitantes situado en la frontera con Suiza, en el sur de Alsacia, una región en la que la ultraderecha tiene muchos adeptos.

Desde 2016, Ferrette acoge de forma permanente a unos 80 solicitantes de asilo, sudaneses, afganos o kosovares, la mitad de ellos, niños. Allí viven a la espera de obtener el eventual estatus de refugiado o la protección de Francia.

«Me habían dicho que Alsacia era un rincón donde había racismo pero yo no lo he padecido», explica, sonriendo, el congoleño Djoe Kabuka. Los únicos inconvenientes de Ferrette, según él, son la falta de transportes y la necesidad de ir hasta Mulhouse (a unos 40 km al norte) para encontrar la comida a la que están acostumbrados los solicitantes de asilo.

«¡Aquí hace mucho frío y mucho calor!», añade por su parte Abundance, una adolescente nigeriana.

Sin embargo, hace unos cuatro años, el alcalde se ganó un fuerte rechazo de parte de sus vecinos cuando aceptó reconvertir un cuartel de la gendarmería en desuso en un centro de acogimiento temporal.

– «Gente discreta» –

En una carpeta, Cohendet guarda varias cartas y panfletos, algunos muy violentos, repartidos en la localidad, con lemas como «Cero migrantes en Ferrette», «estamos en nuestra casa» o «sumersión migratoria».

«La población, muy refractaria al principio, vio que la cosa iba bien, que era gente discreta que, más que ser virulentos, se escondían», señala el alcalde, tres años después de que llegaran los primeros usuarios del centro, «dos sudaneses, de piel negra, en chancletas, bajo la nieve».

Pero, en paralelo a las protestas de algunos habitantes, también se generó una ola de solidaridad, con el nacimiento de la asociación «Vecinos de otra parte», que organiza cursos de francés, una ludoteca, talleres de cocina o incluso traslados al hospital.

«Los voluntarios lograron resistir tras los temores iniciales. Había ideas preconcebidas, pero se pasó página», explica, satisfecho, Samir Beldi, director de la empresa gestora de la residencia.

«No son ‘pobres’, no necesariamente eran pobres en su ciudad de origen, algunos tienen diplomas importantes. Entre los solicitantes de asilo también hay una mezcla», insiste la directora adjunta de la gestora, Martine Kaufmann.

Pueblo francés da asilo a migrantes

Los amplios apartamentos antaño ocupados por los gendarmes sirven ahora para las familias numerosas. Los niños asisten a una clase en la que se hablan distintas lenguas, especialmente creada en la escuela de Ferrette.

Un matrimonio esrilanqués acaba de instalarse en un dúplex de paredes amarillas con sus gemelos de tres años y un adolescente de 14, y comparten la cocina con una armenia y su hijo, de 17 años.

Los espacios verdes del antiguo cartel rebosan de vida. Dos niños, un afgano y un nigeriano, se pasean del brazo, mientras un grupo de niñas juega en el área recreativa. Los adultos se dividen entre el taller de costura y los cursos de francés impartidos por un voluntario.

«Los integramos en la vida local, en el 14 de julio, en el Año Nuevo… cada vez que pueden mezclarse con la población local, lo hacemos», dice Elisabeth Schulthess, presidenta de «Vecinos de otra parte».

Para los voluntarios, lo más frustrarte de esta acogida es que la estancia de los solicitantes suele ser breve. Desde que reciben una respuesta a su demanda de asilo, tienen tres meses (que pueden prolongar otros tres) para dejar el centro.

Los que obtienen el derecho de quedarse en Francia suelen mudarse a Mulhouse, donde hay más empleo, pero «allí tienen poco acompañamiento social», lamenta Schulthess.