10 libros que Gabriel García Márquez mandaba a leer

García Márquez

A propósito del 90 aniversario del nacimiento del colombiano, repasamos los comentarios que hizo de sus novelas favoritas

El Comercio

Un día como hoy, en 1927, nacía en Aracataca el escritor colombiano Gabriel García Márquez, «Gabo», nobel de Literatura y maestro del realismo mágico. El autor de «Cien años de soledad» habría cumplido este lunes 90 años y, a propósito de la fecha, recordamos 10 obras literarias que impactaron en el autor y que él comentó de la siguiente manera en «Vivir para contarla», sus memorias:

1. La metamorfosis, de Franz Kafka

«(…) nunca más volví a dormir con la placidez de antes. El libro era La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea, y que hoy es una de las divisas grandes de la literatura universal: ‘Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto’.»

2. Moby Dick, de Herman Melville

«(Gustavo Ibarra) Me descubrió a Melville: la proeza literaria de Moby Dick, el grandioso sermón sobre Jonas para los balleneros curtidos en todos los mares del mundo bajo la
inmensa bóveda construida con costillares de ballenas. Me prestó La casa de los siete tejados, de Nathaniel Hawthorne, que me marcó de por vida. Intentamos juntos una teoría sobre la fatalidad de la nostálgia en la errancia de Ulises Odiseo, en la que nos perdimos sin salida. Medio siglo después la encontré resuelta en un texto magistral de Milán Kundera.»

3. Luz de agosto, de William Faulkner

«Yo había comprado en el puerto una buena provisión de cigarrillos de los más baratos, de tabaco negro y con un papel al que poco le faltaba para ser de estraza, y empecé a fumar a mi manera de entonces, encendiendo uno con la colilla del otro, mientras releía Luz de agosto, de William Faulkner, que era entonces el más fiel de mis demonios tutelares.»

4. Ulises, de James Joyce

«Leí a pedazos y tropezones el Ulises de James Joyce hasta que la paciencia no me dio para más. Fue una temeridad prematura. Años después, ya de adulto sumiso, me di a la tarea de releerlo en serio, y no solo fue el descubrimiento de un mundo propio que nunca sospeché dentro de mí, sino además una ayuda técnica invaluable para la libertad del lenguaje, el manejo del tiempo y las estructuras de mis libros.»

5. El viejo y el mar, de Ernest Hemingway

«Lo único que me devolvió el sosiego fueron los amores contrariados de El derecho de nacer, la novela radial de don Félix B. Caignet, cuyo impacto popular revivió mis viejas ilusiones con la literatura de lágrimas. La lectura inesperada de El viejo y el mar, de Hemingway, que llegó de sorpresa en la revista Life en Español, acabó de restablecerme de mis quebrantos. (…) Yo conocía entonces la entrevista histórica que George Plimpton le hizo a Ernest Hemingway en The París Review sobre el proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje de novela. Hemingway le contestó: ‘Si yo explicara cómo se hace eso, algunas veces sería un manual para los abogados especialistas en casos de difamación’.»

6. La señora Dalloway, de Virginia Woolf

«Álvaro Cépeda me mostró sus libros favoritos, en español e inglés, y hablaba de cada uno con la voz oxidada, los cabellos alborotados y los ojos más dementes que nunca. Habló de Azorín y Saroyan —dos debilidades suyas— y de otros cuyas vidas públicas y privadas conocía hasta en calzoncillos. Fue la primera vez que oí el nombre de Virginia Woolf, que él llamaba la vieja Woolf, como al viejo Faulkner (…) Por fin se conformó con regalarme la versión en español de La señora Dalloway de Virginia Woolf, con el pronóstico inapelable de que me la aprendería de memoria.»

7. Las mil y una noches 

«El cuento que más me gustó —uno de los más cortos y el más sencillo que he leído— siguió pareciéndome el mejor por el resto de mi vida, aunque ahora no estoy seguro de que fuera allí donde lo leí, ni nadie ha podido aclarármelo. El cuento es éste: un pescador prometió a una vecina regalarle el primer pescado que sacara si le prestaba un plomo para su atarraya, y cuando la mujer abrió el pescado para freírlo tenía dentro un diamante del tamaño de una almendra.»

8. La montaña Mágica, de Thomas Mann

«Los buenos tiempos empezaron con Nostradamus y El hombre de la máscara de hierro, que complacieron a todos. Lo que todavía no me explico es el éxito atronador de La montaña mágica, de Thomas Mann, que requirió la intervención del rector para impedir que pasáramos la noche en vela esperando un beso de Hans Castorp y Clawdia Chauchat.»

9. Edipo Rey, de Sofócles

Esto coincidía con mi determinación de aprender a construir una estructura al mismo tiempo verosímil y fantástica, pero sin resquicios. Con modelos perfectos y esquivos, como Edipo rey, de Sófocles, cuyo protagonista investiga el asesinato de su padre y termina por descubrir que él mismo es el asesino; como La pata de mono, de W. W. Jacob, que es el cuento perfecto, donde todo cuanto sucede es casual; como Bola de sebo, de Maupassant, y tantos otros pecadores grandes a quienes Dios tenga en su santo reino.»

10. Varios

«Eran veintitrés obras distinguidas de autores contemporáneos, todas en español y escogidas con la intención evidente de que fueran leídas con el propósito único de aprender a escribir. Y en traducciones tan recientes como El sonido y la furia, de William Faulkner. Cincuenta años después me es imposible recordar la lista completa y los tres amigos eternos que la sabían ya no están aquí para acordarse. Sólo había leído dos: La señora Dalloway, de la señora Woolf, y Contrapunto, de Aldous Huxley. Los que mejor recuerdo eran los de William Faulkner: El villorrio, El sonido y la furia, Mientras yo agonizo y Las palmeras salvajes. También Manhattan Transfer y tal vez otro, de John Dos Passos; Orlando, de Virginia Woolf; De ratones y de hombres y Las viñas de la ira, de John Steinbeck; El retrato de Jenny, de Robert Nathan, y La ruta del tabaco, de Erskine Caldwell. Entre los títulos que no recuerdo a la distancia de medio siglo había por lo menos uno de Hemingway, tal vez de cuentos, que era lo que más les gustaba de él a los tres de Barranquilla; otro de Jorge Luis Borges, sin duda también de cuentos, v quizás otro de Felisberto Hernández, el insólito cuentista uruguayo que mis amigos acababan de descubrir a gritos. Los leí todos en los meses siguientes, a unos bien y a otros menos, y gracias a ellos logré salir del limbo creativo en que estaba encallado.»