Cuántas Michell habrán de morir

Cuántas Michell habrán de morir hasta que toquemos fondo

Comenzaba el año 2013 y en radio escuchaba que una joven fue asesinada por un disparo mientras hacia Educación Física dentro de su colegio. Inmediatamente me arropó un sentimiento de rabia, dolor y angustia de lo que era nuestro país. Ya para ese momento la Escuela, como espacio de protección, se desdibujaba del pensamiento común. Fue un caso tan relevante noticiosamente que en ocho días el Ministerio Publico ya había presentado ante los tribunales de responsabilidad penal del adolescente a los tres implicados en el delito, e hizo nota de prensa informando este logro, y yo pensaba: ¿será que creen que eso es Justicia?

La joven Michelle Buraglia está muerta. No volverá a vivir. Su familia está destrozada. Solo pensaba en la víctima y en su entorno, pero también me preocupaba cómo lo asumían sus compañeros de clases, esos cercanos, que la conocían, con quienes ella habló de sus aspiraciones, sus metas y su cotidianidad; cómo se repone un adolescente a la pérdida abrupta, frente a sus ojos, de una amiga; cómo confían en la institución educativa para volver a sus espacios y no sentir el miedo propio de la inseguridad.

La última noticia que leí sobre este hecho se produjo doce días después. Solo doce días bastaron para que saliera del pensamiento de la gente un suceso tan estremecedor, y la noticia se refería a cómo los estudiantes se incorporaron a sus actividades y los talleres que hacía el Liceo para trabajar problemas como el Bullyng, el acoso escolar y la violencia.

Pero ese hecho no estuvo relacionado directamente con estos asuntos. La muerte de Michelle fue un hecho fortuito. La bala no era para ella. Pero lo relevante era cómo un joven de 16 años, estudiante, tiene acceso a un arma de fuego; por qué en horario escolar no estaba en su salón de clases y por qué decide llevar el arma a su colegio; por qué se sentía importante al tener un arma de fuego en su poder; por qué eso se convertía en una especie de “orgullo” frente al resto.

Ocho meses después, tuve la oportunidad –en el ejercicio de mis funciones como Consejera de Protección de niños, niñas y adolescentes- de conocer a uno de los adolescentes involucrados. Conocí su historia y la de su familia, me acerqué a la realidad del “victimario”. Fue un choque importante que meses después de verme afectada emocionalmente por un suceso tan dantesco, en el que mi análisis solo iba dirigido al sentir de la víctima y sus familiares, ahora me tocara ver a los ojos a uno de sus “victimarios”.

Este joven, de solo dieciséis años, quien ya estaba próximo -en ese momento- a cumplir un año de estar en una Entidad de Atención de Responsabilidad Penal del adolescente, llegó a mi oficina en búsqueda de protección. Antes de conocerlo a él, conocí a su mamá, una mujer joven. Apenas pasaba los treinta. Humilde, muy afectada y preocupada por su hijo adolescente y por su futuro. Una mujer venezolana correcta o por lo menos eso demostró al narrar que cuando su hijo llegó a casa y le conto lo que pasó en el Colegio, ella misma, sin chistar, lo presento ante las autoridades para que asumiera su responsabilidad, “si la tenía”.

A los días me tocó conocerlo a él. No sabía cómo reaccionar. Siempre en el trabajo que hacemos, que es para la protección, cuando estamos frente a quien ejerce violencia, uno entra en contradicción entre ser una servidora pública ecuánime o descargar en ese otro la indignación que produce lo que le haya hecho a un niño, niña y/o adolescente que requiera de nuestra atención. Cuando es un adulto la cosa es más sencilla, pero si es niño, niña o adolescente, pues la reflexión debe ser más profunda, para determinar las palabras justas que se debe utilizar, para que entienda que su acción afectó a otro, sin que uno se convierta en una agresora. Creo que ésta es la única situación en la que me ha tocado atender a un adolescente que, en su acción de victimario, afectó a alguien que ya yo no podía defender, porque murió.

Cuando llegó el momento de conversar con el adolescente, se desmontó en cuestión de segundos todo mi discurso. Frente a mí tenia a un adolescente de 16 años que aparentaba mucho menos, muy tímido y afectado, asustado y contrariado. Estaba recibiendo tratamiento psiquiátrico porque en su estadía en la “Entidad de Atención”, esa que debía educarlo para reincorporarse a la sociedad, atentó en dos oportunidades contra su vida, sufrió varios ataques de pánico, que generaron una medida provisional para que recibiera la atención debida en un centro especializado.

En su discurso sobre lo que pasó ese 8 de enero, él realmente no tenía una responsabilidad directa, o por lo menos esa fue la apreciación que me hice cuando conocí los detalles, por lo que no debió tener el mismo tratamiento que los otros dos implicados. Él fue llamado por un compañero para que viera lo que este traía -el arma de fuego-, y luego, sin saber que pasaría, vio cómo su compañero la accionó y disparó. Esa fue su participación, o por lo menos fue lo que conocí del hecho. Sin embargo, al ser un hecho tan noticioso, supongo que para la justicia lo importante era que la opinión publica conociera que eran tres los involucrados y que los tres estaban ya detenidos y con sanciones establecidas, y que en definitiva el Estado había hecho justicia. ¿Será que eso es hacer justicia? El joven hoy ya es mayor de edad, pero los ataques de pánico continúan y su estabilidad emocional nunca volvió a ser la misma.

La segunda Michell

Hoy, 13 de marzo han pasado 22 días de la muerte de Michell Longa, una joven estudiante que se encontraba en proceso de gestación y que murió a causa de una golpiza que le propinaron tres compañeras de clases. Apenas una E al final del nombre la diferencia de la anterior.

El hecho se conoció desde el 20 de febrero. La última noticia que salió en medios sobre este hecho fue el 25 de febrero. Solo cinco días y ya no es noticia, ya no se habla de ella. Mucho menos tiempo que en el caso anterior. El hecho fue calificado como “brutalidad, salvajismo, barbarismo” y a pesar de ello ya pasó.

Para el día 22 de febrero ya las tres implicadas estaban en centros de reclusión. La mayor de edad en el INOF y las adolescentes a la orden de los Tribunales de responsabilidad penal adolescente. Pareciera que solo con identificar a los victimarios y encarcelarlos hubo justicia, pero estos hechos, el primero de 2013 y este de hace unas semanas, no se resuelven solo con cárcel para los victimarios, la cosa va mas allá.

El primero estuvo relacionado con la posibilidad casi libre de portar un arma de fuego en Venezuela y con el concepto de Poder que la misma le otorga a quien la posee. Pero el segundo es un tanto más complejo, porque tiene que ver con la educación. Es un hecho que pudiera decir nunca antes visto en el país. Una muerte por un trabajo escolar tiene que ver con la cultura, con la forma en que formamos a los niños, niñas y adolescentes, con los fundamentos que sustentan la acción pedagógica, con la competencia como base en donde el resultado y la nota es más importante que el proceso de aprendizaje.

Cuando conocí este hecho lo primero que pensé fue: ¿Habrá intervenido la docente que asignó la exposición como actividad formativa? ¿atendió esta situación antes de que concluyera las actividades escolares? ¿Pudo, en caso de atenderlo, frenar la ira que le generó a las victimarias, la decisión de Michell de presentar sola su exposición, en virtud de haberla realizado sola? ¿Por qué les da ira la decisión de Michell a sus victimarias, si ellas son conscientes que no participaron? ¿Aspiraban ser incluidas y obtener nota, sin haber participado en la elaboración de la actividad? Todo eso pensé solo el ámbito escolar. Luego, pensé ¿Cuánto tiempo duraron las agresoras golpeando a esta joven, para hacer tanto daño que la llevaron a un coma, a la pérdida de su bebé y posteriormente a la muerte? ¿No había gente cerca del sitio donde sucedió el hecho, siendo una zona residencial? ¿Por qué no las separaron? ¿Será que más bien las auparon a continuar la pelea, como vemos en los colegios con el espantoso “pelea, pelea, pelea”?

Son muchas las interrogantes, y todas nos llevan a reflexionar sobre la sociedad en la que vivimos y si vamos mas allá, en la educación que impartimos y que recibimos. ¿Cuándo la Escuela dejó de ser un espacio de protección y seguridad, para convertirse en uno de los espacios de mayor riesgo para la Integridad Personal para nuestros niños, niñas y adolescentes? Peor aún, ¿cómo incentivamos a nuestros hijos e hijas a ir a la Escuela si sabemos y somos conscientes que estas cosas pasan y no hay quien las atienda o ataje a tiempo?

Ante estos hechos, que demuestran una inminente descomposición social, también cabe preguntarnos: ¿por qué si los catalogamos de barbarie y salvajismo, en una semana se pasa la página y olvidamos lo sucedido, nuestros hijos e hijas siguen yendo a esos espacios? ¿Por qué no hay una reacción de la población para frenar estas situaciones? Cuando llegaremos al fondo, en la recién estrenada película animada SING o CANTA que pude ver esta semana, dicen que después de tocar fondo lo único que queda es subir. Inmediatamente pensé en Venezuela. ¿cuándo le tocará subir? ¿cuánto más debemos vivir para que eso suceda? ¿cuántas Michell o Michelle deben morir para que toquemos fondo y decidamos que es momento de avanzar y salir del hueco al que nos han ido empujando.

Esta semana, en el Consejo de Protección en el que trabajo, he atendido cuatro situaciones de violencia dentro de escuelas. En todas, la Directiva de las instituciones manifiestan abiertamente y sin tapujos su incapacidad para atender estos hechos violentos. “Se nos escapó de las manos” es la respuesta recurrente. Y no es falso. La dinámica social, esa descomposición de la que hablamos muchos, termina arropándonos.

¿Dónde queda entonces la acción pedagógica; la Escuela como ente formador de ciudadanos; el espacio de construcción de una ciudadanía para la convivencia y la tolerancia? Definitivamente, la destrucción causada al país abarcó todos los sistemas y el educativo no se quedó atrás. Desde los cambios del currículo educativo, el deterioro de infraestructura, hasta la desvalorización del trabajo docente, hacen que cada día más la educación disminuya en su calidad. No se trata de que vayan presos quienes matan a un estudiante.

Se trata de que no haya más estudiantes muertos, ni dentro ni fuera de los colegios. Se trata, de que no nos sintamos en la posibilidad de agredir al otro por una diferencia. Se trata de que la violencia no se convierta en la estrategia absoluta para la resolución de los conflictos. Es definitivamente una responsabilidad del Estado retornar a la Escuela, ese manto de protección que alguna vez tuvo. Que inicie con la dignificación de la profesión docente, que se encuentren dentro del grupo de profesionales mejor pagados, porque son los responsables de ofrecernos un futuro más promisorio ya que en sus manos está la formación como ciudadanos de nuestros niños, niñas y adolescentes. Que brinde seguridad para ir y volver a la escuela, a niños, niñas, adolescentes, docentes, directivos y personal administrativo y obrero.

Que el nuevo currículo vaya dirigido a una formación integral, de los temas que realmente son necesarios para vivir en sociedad y construir país. Que los docentes, por naturaleza, tengan el compromiso y la convicción de involucrarse en la vida de sus estudiantes, que los conozcan, que sean cercanos para que logren incidir en la formación integral de los estudiantes. Que la educación nos ofrezca la capacidad y la conciencia de indignarnos ante la más mínima injusticia y que nos forme para exigir a quienes tienen responsabilidades la solución de los problemas que nos afectan.

En definitiva, que NO naturalicemos la violencia y los hechos dantescos que hoy parecen más cotidianos, que la educación nos humanice de verdad y nos convierta en actores transformadores de nuestras realidades. Una educación para la vida y no para la competencia. Una educación que nos dé el impulso para salir del hueco en el que se hundió Venezuela.

por Angeyeimar Gil / Bandera Roja